Motos y scooters eléctricos: movilidad en riesgo
Complicado se ve aún el panorama sobre la regulación de motos y scooters eléctricos. Pese a que hace unos días se aprobó en el Congreso de la Ciudad de México que los conductores de dichos vehículos que circulen a más de 25 kilómetros por hora deban portar una licencia de manejo y registrar sus unidades, la anarquía con la que transitan no se ve para cuando pueda desaparecer.
Aunque la reforma, que tiene un plazo de 360 días para que entre en vigor, lleva consigo que quienes conduzcan estas unidades no deben circular por aceras ni exceder la velocidad, utilizar casco, no sobrepasar la carga o el número de pasajeros, la realidad aún nos dice otra cosa, ya que es muy común ver en las calles de la ciudad a estos vehículos sin respetar el Reglamento de Tránsito.
Obviamente, la medida no le hizo nada de gracia a muchas personas que utilizan los llamados scooters eléctricos pues consideran que no es un vehículo como tal y que solamente se trata de una acción tramposa de las autoridades para obtener ingresos.
Por lo pronto, corre el tiempo que tienen las autoridades capitalinas para afinar detalles de la puesta en marcha de los cambios a la Ley de Movilidad de la Ciudad de México, que reconocerán ese tipo de vehículo motorizado eléctrico personal en una categoría específica que será clasificada en tipo A o B según el peso y la velocidad alcanzada.
Vamos a ver qué ocurre una vez que haya claridad en la aplicación de las reformas, que al menos en lo aparente, no vislumbran un cambio de fondo para poner orden a estos vehículos, ojalá que nos equivoquemos. Lo que sí sería deseable es que, independiente a las medidas que se aplicarán, como ciudadanos hagamos conciencia para respetar las reglas básicas de orden y convivencia, ya sea que conduzcamos automotores, motocicletas, scooters eléctricos o bicicletas.
La Corte que llega, un enigma para la justicia
Luego de tres décadas de continuidad institucional, en la que con múltiples contrastes se logró consolidar como contrapeso del poder político, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), iniciará un nuevo ciclo con una conformación distinta a como la conocemos.
La imagen de esos 11 ministros que participaron en la sesión del martes pudiera quedar registrada como la última en que la legalidad logró imponerse a los intereses partidistas, pero eso todavía está por verse. Todavía habremos de transitar por una larga curva de aprendizaje en la que muchos de los noveles funcionarios tendrán que familiarizarse no sÓlo con expedientes sino con la dimensión ética y política de impartir justicia en un país que está sediento de certezas.
Es el comienzo de una era bisoña. A partir del próximo primero de septiembre nueve ministros electos por voto popular asumirán el mando, bajo un esquema que pretende acercar la justicia a la ciudadanía; “democratizar al Poder Judicial” dirán pomposamente los impulsores de la reforma.
Innegablemente en el papel suena atractivo: menos ministros, presidencias rotativas cada dos años; órganos especializados para disciplinar jueces y administrar recursos. Una Corte más ágil, dicen, más responsable, más cercana. La sospecha, sin embargo, juega entremedio. Imposible olvidar que los flamantes ministros hicieron campaña, buscaron votos, se aliaron con partidos políticos al grado de formar parte de listas pre diseñadas. Compromisos adquiridos con diferentes actores que tarde o temprano acudirán a reclamar sus réditos.
El riesgo no es menor: la justicia convertida en un botín electoral pierde su esencia si en vez de equilibrar pasa a formar parte del engranaje de la fuerza mayoritaria, incluso, convirtiendose en un apéndice del Poder Ejecutivo.
La creación del Tribunal de Disciplina Judicial y del Órgano de Administración Judicial pretenden poner coto a la impunidad interna. Ahora, dicen, habrá quien sancione a jueces negligentes o corruptos y quien administre la transparencia de los recursos. La pregunta de fondo es, ¿quién juzga realmente a los jueces? Si estos nuevos órganos no logran marcar distancia frente al poder político o frente a los propios ministros transformándose en juez y parte de sí misma debilitando la confianza en su imparcialidad.
El ciudadano común, supuesto beneficiario de esta reforma se encuentra en un dilema. Tal vez tenga una justicia más rápida, menos burocrática, con jueces sometidos a controles de disciplina más estrictos. Pero al mismo tiempo enfrenta el riesgo de encontrarse con resoluciones dictadas no por la Constitución sino por cálculos políticos. La defensa de los derechos humanos, los amparos frente a los abusos de autoridad y la protección de minorías: todo ello está en juego.
La última sesión de la vieja Corte fue solemne, cargada de simbolismo. La primera sesión de la nueva será incierta, marcada por la expectativa y la desconfianza… Y sin embargo, por el bien de todos, habrá que darle el beneficio de la duda.
Venezuela: inminente intervención, no inmediata
El despliegue de tres buques destructores y un submarino nuclear estadounidenses frente a las aguas venezolanas, más vuelos de aviones espías, hacen parecer inminente una intervención militar en Venezuela, donde lo único que podría evitarlo sería la destitución y entrega del presidente Nicolás Maduro y la desaparición de su régimen. La más reciente movilización militar de Estados Unidos de esas dimensiones en Latinoamérica fue en 1989, cuando ocurrió la invasión a Panamá para derrocar a Manuel Antonio Noriega, otro acusado de narcotráfico, quien pasó el resto de su vida en una cárcel estadounidense.
La designación del llamado Cártel de los Soles, encabezado por Nicolás Maduro, como organización terrorista a fines de julio pasado, dejó claro que Estados Unidos entraba en un punto de no retorno e innegociable a favor de la caída del gobierno venezolano, al identificar abiertamente a Maduro no sólo como un presidente ilegítimo, sino como el líder de un cártel del narcotráfico.
Inminente intervención no quiere decir inmediata. Los buques y el submarino se pueden mantener en aguas internacionales durante meses, con acciones contra embarcaciones o aeronaves que presuman realizan actividades narcoterroristas, mientras el régimen venezolano se desgasta en su movilización -4 millones y medio de milicianos según Maduro-, se estrangula más económicamente y, se prevería, empiezan las divisiones internas. No menos importante es que el régimen se encuentra más aislado que nunca. Por diferentes razones, ni Rusia, ni Irán o Cuba querrán o podrán apoyar a Maduro.
De ahí que el incremento en la recompensa a 50 millones de dólares para la captura del sucesor de Hugo Chávez, más que una oferta para cualquiera que quiera señalar al Palacio de Miraflores, es un incentivo para que las fuerzas armadas bolivarianas terminen con la incertidumbre, eviten un ataque armado y entreguen al dictador, un escenario poco probable, dada la cooptación de los militares, pero no imposible, dada la amenaza de guerra, tanto si se da en lo inmediato como si se prolonga, con el hartazgo para la población, la precaria situación económica del país y las inevitables diferencias que habrán dentro de un grupo acorralado. Veremos.
Urgencia de procesos de reclutamiento más ágiles
En México, hablar de reclutamiento es hablar de paciencia. Para muchos candidatos, aplicar a una vacante significa someterse a semanas de espera, entrevistas que parecen no terminar y, en ocasiones, a la incertidumbre de nunca recibir respuesta. Pero los trabajadores están levantando la voz: el Termómetro Laboral de OCC, la bolsa de trabajo en línea líder en México, muestra que 53% cree que un proceso de selección ideal debe durar entre una y dos semanas, y que 65% considera que con una o dos entrevistas es suficiente para tomar una decisión.
La exigencia no es caprichosa. En un mercado laboral cada vez más competitivo, donde el talento tiene opciones y la rotación se ha normalizado, alargar los procesos puede ser un lujo que las empresas no deberían permitirse. Un 31% de los encuestados incluso afirmó que menos de una semana bastaría ¿De qué sirve realizar cuatro o cinco rondas de entrevistas si, al final, el candidato más calificado ya aceptó otra oferta?
Este punto abre una reflexión interesante: mientras las compañías piden agilidad y resultados inmediatos a sus colaboradores, los propios procesos internos de contratación suelen estar llenos de burocracia. El tiempo invertido no siempre se traduce en mejores contrataciones, pero sí en mayor frustración para quienes buscan empleo.
Acortar el proceso no significa bajar la guardia en la evaluación. Significa ser claros en el perfil que se necesita, definir criterios objetivos desde el inicio y confiar en herramientas que permitan tomar decisiones más rápidas. En pocas palabras: poner al candidato en el centro.
La manera en que una empresa recluta dice mucho de su cultura. Un proceso ágil transmite organización, respeto por el tiempo de las personas y capacidad de adaptación; uno largo y confuso proyecta lo contrario. Y en tiempos donde la marca empleadora pesa tanto como el salario, cada interacción cuenta. La pregunta no es si podemos simplificar los procesos de selección. La verdadera pregunta es: ¿qué estamos perdiendo por no hacerlo?
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